Hay un país que no aparece en los mapas, pero vive entre nosotros. Tiene reglas no escritas, pero firmemente establecidas. Se alimenta de silencios cómplices, bromas de pasillo y gestos de resignación. Es la República de las Licencias Falsas. Un Estado paralelo dentro del Estado, donde lo ilegal se normaliza, lo inmoral se justifica, y el «total, nadie fiscaliza» se convierte en lema nacional.
Esto no es una caricatura. Es una observación dolorosamente real que muchos hemos hecho —a veces desde lejos, a veces desde muy cerca. ¿Quién no ha escuchado alguna vez de un funcionario público, un colega o un conocido que “se tomó unos días” con una licencia médica psiquiátrica para cuidar a un familiar, resolver trámites o simplemente descansar? A veces, incluso, para viajar. Y siempre hay una frase que cierra el relato, dicha en voz baja o entre risas: “si todos lo hacen”.
El caso reciente de los más de 25 mil funcionarios del Estado con licencias irregulares es apenas la punta del iceberg. Porque este cáncer de nuestra sociedad está ramificado en distintos estratos sociales y ámbitos laborales. Vemos las ramas, pero no el tronco. Cuando uno se pone a escarbar, no hay que ir muy lejos para encontrar historias similares. Las hay en servicios públicos, en empresas privadas, en municipalidades, hospitales, colegios. Es un patrón, no una excepción.
Y he aquí un punto incómodo, pero necesario: una gran parte de quienes protagonizan este fenómeno no pertenecen a los sectores más vulnerables ni a los menos educados. Muy por el contrario, muchos de los que abusan del sistema son profesionales, funcionarios de planta, empleados con sueldos estables, educación superior y acceso a información privilegiada. Personas que, en teoría, deberían ser ejemplo. Y sin embargo, desde esas mismas posiciones se distorsiona el sistema y se relativizan los valores.
Porque la falta de ética no distingue clases sociales. Y muchas veces, el deterioro valórico es más profundo entre quienes han tenido más oportunidades, más herramientas, más educación. No se trata entonces de un problema de pobreza o ignorancia. Se trata de una crisis cultural y moral que atraviesa a la sociedad desde arriba.
Y es que el problema no son solo “los otros”. El problema es el sistema completo. Porque esto no es solo una cadena de pequeños abusos individuales. Es un fracaso colectivo. Del Estado que no fiscaliza. De las instituciones que no corrigen. De los médicos que entregan licencias sin justificación real. Y de todos nosotros, que lo hemos visto pasar y muchas veces, por comodidad o miedo, hemos optado por mirar hacia otro lado.
Las licencias falsas no son un chiste. Son un cáncer silencioso que debilita las bases éticas del servicio público y privado. No se trata solo de gasto fiscal, aunque también lo es. Se trata de confianza, de cultura, de valores. Porque en un país donde la trampa se vuelve costumbre, donde el sistema se burla y nadie responde, tarde o temprano todo colapsa. Y cuando todo colapsa, no hay licencia que nos cure.
Desde Diario El Ranco escribimos esto no como denuncia aislada, sino como una invitación a mirar el fondo. No importan los nombres. Importa el patrón. Importa la estructura. Y sobre todo importa que empecemos a hablar de esto con seriedad, sin miedo a quedar mal, sin esconder la piedra después de lanzarla.
Porque este país merece más que una cultura del “sálvese quien pueda”. Merece instituciones sanas. Y eso empieza con personas honestas. Aunque a veces duela. Aunque a veces incomode.
Porque no hay reforma posible si no cambiamos primero lo que estamos dispuestos a aceptar.
Diario El Ranco