Cuando los caballos no juzgan

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En medio de mi viaje por Colombia, entre fincas, pasturas y conversaciones de campo, me encontré con una historia que me tocó más de lo que esperaba. Sergio Hoyos es un joven de 28 años que trabaja con caballos. No recuerda cuándo comenzó su amor por ellos, solo sabe que siempre estuvieron ahí, como si hubieran nacido juntos.

Mientras conversábamos junto a una cerca de madera vieja, bajo un sol que partía la tierra, me dijo algo que no se me va de la cabeza:
“Me conecto con los caballos porque ellos no me juzgan.”

Qué frase tan simple. Qué frase tan brutalmente profunda.

Sergio no se dedica a la equitación deportiva ni a mostrar caballos de paso. Él los entrena para trabajar en las fincas, para que acompañen al hombre en su faena diaria. Pero más allá del entrenamiento, él los siente. Literalmente. Me dijo que cuando un caballo está intranquilo, lo percibe en su cuerpo, en su estado de ánimo. Lo afecta. Y cuando él está con problemas, subirse al caballo es un “reseteo”. Así, tal cual lo expresó: “Es un reseteo en mí, un comienzo de nuevo.”

Lo escuché hablar y pensé que hay personas que nacen con un don. Sergio tiene uno, sin alardear. Puede leer el alma de un animal sin decir una palabra. Y quizás eso es lo que más me conmovió: su humildad para decirlo como quien cuenta el clima, y su honestidad para reconocer que los caballos, más que una herramienta de trabajo, son su refugio.

No pude evitar preguntarme cuántas veces necesitamos que alguien —o algo— nos reciba sin juicio. Sin opinión. Solo estar ahí. Así como hace un caballo con su jinete cuando este sube al lomo y se abandona al ritmo de otro ser.

Volví a Chile con muchas ideas, pero esta imagen me sigue acompañando.
Un joven que se reinicia cada vez que monta. Un caballo que no juzga.
Y la sensación de que, tal vez, en el mundo rural hay más respuestas de las que solemos buscar en otro lado.

Por Hardy Cárdenas Q.

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