En una zona donde el paisaje rural combina praderas húmedas, bosques nativos y casonas de madera levantadas hace más de un siglo, un antiguo molino hidráulico se transformó, por una noche, en un escenario inusual para la música europea. Allí, en el Fundo Los Chilcos, el Cuarteto de Cuerdas de la Filarmónica de Bruselas ofreció un concierto que desbordó cualquier expectativa para una comunidad situada a más de 800 kilómetros de Santiago.
El sitio —restaurado en 2018 tras años de silencio— conserva gran parte de su estructura original: un molino construido en 1949 que aún funciona gracias a la misma turbina que movió el grano de la zona durante décadas, y una casona de la colonización alemana con muros ensamblados sin clavos, corredores exteriores y madera trabajada a mano. Sobre esta arquitectura, que mezcla oficio agrícola y memoria comunitaria, resonaron las interpretaciones del cuarteto, integrado por Otto Derolez, Mireille Kovac, Mihai Cocea y Julius Clément.
Una acústica moldeada por la historia
El programa coincidió con el Día de Santa Cecilia, patrona de la música, y reunió a más de un centenar de asistentes —vecinos, músicos, diplomáticos, estudiantes, familias completas— que escucharon a pocos metros de los intérpretes. La acústica del lugar, determinada por la propia materialidad del edificio, sorprendió incluso a los organizadores. Cada vibración parecía amplificada por la madera centenaria, generando una atmósfera distinta de la de una sala tradicional.
El concierto contó con la presencia del embajador de Bélgica en Chile, Christian de Lannoy, quien subrayó el carácter singular de la velada, tanto por la distancia geográfica del lugar como por la forma en que el patrimonio rural puede convertirse en un puente hacia la creación contemporánea.
Voces del territorio
Para los responsables del fundo, el evento forma parte de una transformación más profunda. Josefina Eluchans, una de las impulsoras del proyecto cultural, lo expresa así: “En 2018, el molino y la casona fueron restaurados: el primero se transformó en un museo donde aún puede verse su maquinaria en funcionamiento, y la casona en un centro cultural. Hoy, este espacio recibe a un cuarteto de la Filarmónica de Bruselas, recordándonos que la cultura también florece en el campo: en los oficios antiguos, en la madera trabajada a mano, en las historias transmitidas entre generaciones y en la relación profunda con la tierra”.
La gestora cultural Gabriela Olcese, encargada de la articulación del programa, desarrolló una reflexión más amplia sobre el encuentro entre memoria y creación:
“Los espacios con historia transforman la escucha. Aquí, la música no llega a ocupar un vacío, sino a convivir con capas de tiempo que ya estaban presentes: el sonido del agua que mueve la turbina, la textura de la madera, los restos del trabajo agrícola. Todo eso condiciona la percepción. En una sala moderna se busca neutralidad; en un lugar así, cada nota dialoga con algo que la precede. La música no interrumpe el lugar, sino que prolonga su propio relato”.
Nuevas geografías culturales
Para muchos de los asistentes, la velada marcó un punto de inflexión: la posibilidad de que un territorio tradicionalmente agrícola y alejado de los circuitos capitalinos pueda albergar programación de nivel internacional. No como evento excepcional, sino como un modelo de descentralización cultural que integra patrimonio, comunidad y creación artística.
La experiencia abre la puerta a nuevas actividades en Los Chilcos y en otros espacios rurales del sur austral. Si se consolida, podría configurar una red de escenarios alternativos, donde la historia local se convierte en parte activa del acto artístico.
En una época en que la globalización cultural tiende a homogenizar las experiencias, el concierto de Bruselas en un molino chileno recuerda que los lugares periféricos pueden proponer nuevas formas de encuentro: más cercanas, más vinculadas al territorio y, a veces, más reveladoras que las de las grandes capitales.




