La victoria de José Antonio Kast en la elección presidencial no fue un accidente ni una sorpresa de última hora. Fue un triunfo rotundo, con una diferencia de 16 puntos que no puede explicarse únicamente por errores de campaña o coyunturas específicas. El resultado revela un cambio más profundo: una modificación en las prioridades, los temores y las percepciones políticas de una parte mayoritaria de la sociedad chilena, que la izquierda no logró leer a tiempo ni traducir en un proyecto convincente.
Kast logró ordenar la elección en torno a los temas que hoy más inquietan a la ciudadanía: seguridad, delincuencia, migración y orden público. En comunas rurales del norte y del sur del país —desde pequeños pueblos del Maule hasta localidades de La Araucanía o el norte chico— la sensación de abandono estatal es recurrente. Vecinos que denuncian robos de animales sin respuesta policial, caminos sin iluminación, postas rurales sin personal suficiente o empleos cada vez más precarios, ligados a la estacionalidad agrícola o forestal.
En ese contexto, la promesa de un “gobierno de emergencia” y el discurso de mano dura conectaron con una población cansada de la incertidumbre y con la percepción de que el Estado dejó de garantizar seguridad y presencia efectiva en el territorio.
La migración, vivida de manera distinta fuera de los grandes centros urbanos, también jugó un rol clave. En localidades pequeñas, donde los servicios públicos ya son escasos, la llegada de población migrante suele percibirse como una presión adicional sobre el empleo, la salud o la vivienda, alimentando tensiones cotidianas que no siempre encuentran respuestas claras desde la política tradicional. A ello se sumó una campaña eficaz basada en el miedo: miedo al comunismo, a la pérdida del empleo, a la inestabilidad económica y al desorden. En ese escenario, la política dejó de ser un espacio para debatir proyectos de futuro y pasó a ser un mecanismo para buscar protección inmediata.
Pero el triunfo de Kast no se explica solo por el contenido de su mensaje, sino también por cómo y desde dónde se construyó. En un escenario de voto obligatorio, donde el electorado se amplía hacia sectores menos politizados y más distantes del debate programático, el discurso extremadamente sencillo del candidato republicano resultó especialmente eficaz.
Mientras otros hablaban en clave técnica o ideológica, Kast ofreció certezas simples para problemas complejos, muchas veces apelando a experiencias concretas de inseguridad o abandono que forman parte de la vida diaria en zonas rurales y periféricas.
A ello se suma un elemento que la izquierda subestimó: la estructura política del Partido Republicano. Lejos de ser un fenómeno meramente personalista, han construido durante años una organización disciplinada, con formación política, trabajo territorial sostenido y múltiples liderazgos de bajo perfil. Esta presencia ha sido especialmente visible en regiones fuera de la Región Metropolitana. No es casual que hoy el Partido Republicano cuente con el mayor número de consejeros regionales del país: esa red territorial fue fundamental para movilizar electores en un contexto de alta participación obligatoria.
Este despliegue ayuda a explicar una de las paradojas más significativas de la elección: a Kast le fue mejor en los sectores populares, mientras la izquierda obtuvo mejores resultados en los sectores más acomodados. La izquierda, históricamente asociada al mundo del trabajo y a las zonas rurales, terminó concentrando apoyos en segmentos urbanos, profesionales y de mayores ingresos. En contraste, la ultraderecha logró conectar con votantes que demandan orden, empleo estable y una presencia estatal visible, aunque sea bajo una lógica punitiva. No se trata solo de un problema discursivo, sino de una desconexión política, territorial y simbólica acumulada durante años.
Jeannette Jara, en ese contexto, enfrentó una derrota marcada por la dificultad de ampliar su base electoral. Su apuesta por la moderación y el diálogo no logró imponerse en una elección dominada por el miedo y la urgencia. Sus propuestas en derechos sociales, trabajo decente y protección quedaron opacadas por una agenda en la que la izquierda no consiguió traducir su proyecto histórico en mensajes claros, simples y anclados en la experiencia cotidiana de quienes viven lejos de los centros de poder y decisión.
Tras la derrota, el llamado de Jara a la unidad de la izquierda y a una oposición propositiva es un punto de partida necesario, pero insuficiente. El desafío es más profundo: reconstruir organización, recuperar presencia territorial —especialmente en las zonas rurales— y volver a ofrecer un relato comprensible para la mayoría social, capaz de articular derechos sociales con certezas cotidianas, seguridad con dignidad y un Estado cercano.
Cuando la política se vuelve distante, el miedo habla simple. Y cuando el miedo habla simple, suele ganar. La incógnita es si la izquierda será capaz de reaprender a escuchar esos miedos sin negarlos ni explotarlos, y convertir esa escucha en un proyecto que vuelva a disputar el sentido de protección, orden y futuro.




